marzo 2020
Sudamérica es historia, naturaleza y su gente. El subcontinente nos acogió durante 8 fantásticos meses descubriéndonos culturas, maravillas y realidades muy diferentes. Diferentes a la nuestra y entre si, que nos enseñaron mucho, a empatizar y comprender. Nos sentimos acogidos, conocimos a muchas personas que se convirtieron en verdaderos amigos y nos llevamos con nosotros 8 meses de recuerdos y experiencias.
Y en el artículo de hoy, nos gustaría compartir un poco de estas aventuras en este diario de viaje. Esperamos que lo disfrutes y que te animes a descubrir por ti mismo algún día todo lo que Sudamérica tiene por ofrecer.
Colombia fue el primer país que nos acogió en este gran viaje y quizás por eso le tenemos un cariño especial. La alegría de la gente era casi más intensa que la nuestra, las ganas de aprovechar cada minuto nos hicieron ir un poco acelerados al principio, hasta que entendimos que no eran unas vacaciones de 20 días, se trataba de vivir viajando durante meses.
El 7 de junio llegamos a Colombia con nervios, tensión por la «inseguridad», jet-lag y mal de altura, un mix del que es casi imposible salir ileso, pero lo conseguimos. Las ganas pudieron, y más al entrar en contacto con la cultura e historia colombiana en su inmensa capital, de la cual no se ve el final aún subiendo a lo más alto. Íbamos preparados para lo peor: robos, atracos; nos habían contado mil historias. Las mochilas con candado, sin perder nada de vista, cuidado con los taxis… ¡qué estrés! Pero nos sentimos seguros. Y supimos que no íbamos a estar solo un mes en Colombia.
Dejamos atrás la gran urbe para adentrarnos en la pura Colombia. El cambio de la ciudad a los pueblos fue notable: la gente más cercana y amable y la vida mucho más tranquila y segura. Y aunque sabíamos que Villa de Leiva y Barichara destacan por su arquitectura colonial, no pudimos evitar asombrarnos con su parecido a Castilla. Dos pueblitos llenos de color, piedras, naturaleza y mucha historia. La de nuestros antepasados, que arrasaron y se apropiaron de todo a su paso hasta la independencia de los criollos, hijos de indígenas y españoles, el 20 de julio de 1810.
Cogimos una «buseta» a Palomino, donde nos topamos con dos indígenas que vendían aguacates a 0,50€. Los reconocimos al instante: vestidos de blanco, piel morena, rasgos marcados y pelo negro. Cuando por fin llegamos… ¡sorpresa! Encontramos una aldea sumida en el silencio. En el hostel nos dijeron que estábamos en toque de queda de 18h a 8h por un conflicto entre un grupo armado y el ejército. ¿Cómo? ¿Qué hacemos? Decidimos quedarnos junto a otros 4 huéspedes. Con todo cerrado y sin poder salir, el plan era claro: cena comunal con otros viajeros y toda la noche hablando de cultura indígena.
Después de tres horas de camino, llegamos a Playa Brava, un lugar que nos dejó hipnotizados: 1km de arena blanca solo para nosotros y cuatro personas más. Preparamos nuestra suite y una «deliciosa» cena que habíamos cargado en las mochilas. Y así empezó nuestra primera noche en hamaca a la luz de las estrellas. Al día siguiente nos sorprendieron los retortijones, Fran se torció el tobillo con la primera piedra del duro ascenso hasta Cabo San Juan y escuchamos el rugido de lo que pareció un Jaguar. Aún así, una experiencia para repetir: naturaleza, playas e increíble selva caribeña.
¿Todavía más calor? Caminar por las alegres calles de colores de Getsemaní entre las 12h y las 17h era imposible. Por la noche, el sol daba paso a la luna y a la multitud de gringos y turistas nacionales. Con todos ellos acabamos un lunes festivo de julio en la cercana Playa Barú, de arena blanca y aguas cristalinas. Al llegar, leímos: tour del plancton luminoso por $20.000 COP (5€). ¡De una (expresión colombiana)! Fue mágico ver nuestros cuerpos iluminarse al son de nuestros movimientos. No pudimos inmortalizarlo, pero las imágenes quedan en nuestra memoria.
Colombia, y sobre todo Medellín, es mucho más que el narcotráfico de Pablo Escobar. Su historia es compleja y difícil de resumir, pero vamos a intentar contaros todo lo que aprendimos de esta particular ciudad.
En un viaje tan largo a veces es necesario parar para seguir avanzando. Durante 15 días “dejamos de viajar” para vivir Medellín de la manera más local posible, y en cierto modo lo conseguimos. Nos sumergimos de lleno en sus festivales, museos y bares, conectando con la historia de violencia y de superación de estos “echaos pa’lante”, como ellos mismos se definen.
Dentro de todo lo que te ofrece Medellín, hubo tres lugares que nos marcaron y nos ayudaron a entender la resiliencia y amabilidad de la cultura paisa.
El 16 y 17 de octubre de 2002 se produjo la operación militar de Orión. El ejército por la mañana y los paramilitares por la noche se internaron en este barrio en búsqueda de líderes guerrilleros, aunque poco importaba si los vecinos lo eran o no.
Cientos de civiles fueron asesinados y desaparecidos con tal de acabar con la presencia de la guerrilla en el único núcleo urbano del país. Cuentan que muchos de ellos fueron arrojados a La Escombrera de la Comuna 13 y mezclados con restos de materiales de construcción, convirtiéndola en la mayor fosa común de Medellín. Hoy se siguen lanzando escombros, dificultando así la identificación de los restos humanos.
En 2011 se inauguraron las escaleras mecánicas de la Comuna 13, una de las soluciones más innovadoras de transporte que ha ayudado a transformar la vida de sus habitantes, mejorando la accesibilidad del barrio. Hoy en día es uno de los imperdibles de Medellín y destaca por sus más de 100 graffitis, a través de los cuales los artistas locales explican su historia.
Seguramente debes haber oído a hablar de los grupos guerrilleros y los narcotraficantes, ¿pero sabes quién son los paramilitares o «paracos»? Son grupos armados ilegales de extrema derecha que surgieron y fueron financiados por el gobierno en la década de los 70 para acabar con la guerrilla o grupos armados de extrema izquierda.
Entre 2006 y 2009 se pagaba por guerrillero muerto y fueron incontables los «falsos positivos», civiles acusados y vestidos como guerrilleros con el único propósito de aumentar sus ganancias acumulando muertos.
En el Museo de la Memoria de Medellín aprendimos que su historia es compleja. Este espacio de libre acceso cuenta con mapas interactivos, escuchas, música, fotografías… con el objetivo de no olvidar todo lo que ha pasado esta ciudad.
Cuando pensábamos en Medellín, imaginábamos una gran urbe metida en un inmenso valle, el Valle de Aburrá. Pero no fue hasta coger su famoso metro cable que pudimos ver desde las alturas hasta donde llegan las pequeñas construcciones de ladrillo y uralita, o incluso de madera, haciendo de la capital de Antioquia una ciudad imponente.
En 1995 se inauguró el Metro de Medellín y con él su famosa «cultura metro». Más allá de un sistema de transporte, esta red simboliza prosperidad, seguridad y modernidad para los paisa.
Junto a las escaleras mecánicas de la Comuna 13, este teleférico es un referente mundial en urbanismo y construcción social, ya que ha conseguido mejorar la movilidad de sus habitantes, quienes lo usan a diario para desplazarse de sus humildes casas al centro de la ciudad.
Ya teníamos ganas de pasar por este emblema colombiano y disfrutar de su preciado café. El Eje Cafetero es uno de esos lugares que no deja indiferente a nadie y porque no nos gustan las aglomeraciones de tráfico elegimos quedarnos en sus pueblos y dejar de lado las ciudades.
Tocó día de relax en las calientes aguas termales del pueblo. Nos gustaba la idea de ir a un balneario a hacer simplemente nada, pero cuando llegamos: ¡wow! Nos sumergimos en las piscinas más calientes que hayamos estado jamás -artificiales, eso sí- y contemplamos la espectacular cascada con forma de de cola de caballo. La comida y una pequeña caminata estaban incluidas en la entrada, donde vimos el agua nacer a 60º. Y al volver nos zampamos un bocata de chorizo santarrosano, típico de Santa Rosa. Ñam ñam.
Tuvieron que corregirnos 4 veces para no decir Finlandia, pero lo conseguimos. Este pueblito con casitas de colores y miradores estratosféricos al valle era puro espectáculo. ¿Cómo no hablarte de la visita a la hacienda cafetera El Carriel?, donde como ya sabes nos dejaron participar en cada uno de los procesos de elaboración del café, probarlos y llevarnos una muestra. Pero Filandia no es sólo café, sino también la Reserva Nacional Barbas Bremen, en la que nos aventuramos a caminar siguiendo el río, sin ver a nadie, perdiéndonos 10 veces, bañándonos desnudos y comiendo plátanos directamente del árbol.
No estábamos muy convencidos de alojarnos en Salento. Este famoso pueblo se peta de turistas mala manera, pero bueno, es el punto de acceso más rápido al Valle del Cocora. ¡Y qué valle! Os podemos hablar de él y deciros que era increíble pero no seríamos justos ante tal obra maestra de la Pachamama. Estamos hablando de un lugar en el que lo más ordinario que puedes ver es el volar a un cóndor y ver volar a semejante bicho es espectacular (Lídia se pasó el día intentando capturarlos con su cámara). Presidido por las palmeras de cera de 60m de alto, el oscuro verde de los árboles estaba en perfecta sintonía con el luminoso verde de la hierba. Nos dejó hipnotizados y con la satisfacción de ver qué bonito es este mundo.
De Cali os podríamos decir que es super peligrosa, pero sería mentira. La ciudad es pura vida, salsa en cada esquina, la gente alegre y el baile hasta para comprar el pan. Pocas ciudades en Colombia tiene el carácter que tiene Cali. Es verdad que vivió y vive en una zona de clara influencia narco, pero resiste sin miedo. Tuvimos la suerte de coincidir con las fiestas del aniversario de la ciudad y ver espectáculos de salsa en directo, comida típica en la calle y mucha gente dispuesta a ayudarnos. Nos bajaron gratis del Cristo Rey, nos dieron de comer chontaduro y casi nos obligan a bailar salsa, pero esto no sucedió jaja, tenemos dignidad.
Va a parecer que nos pagan por decir que Colombia es preciosa pero es que este desierto es único, no tiene dunas, no tiene camellos, ni tampoco excesivo turismo. Sus inusuales formas, divididas en la parte gris y la parte roja, parecen sacadas de otro planeta. En la gris se nos coló una vaca blanca y la estampa del animal con los cráteres del paisaje nos dejó una imagen en la retina de alto valor. La parte roja no hace falta describirla, como si estuviéramos en otro planeta, el color colorado de la tierra y sus formas nos hacían caminar casi en silencio. Y cayó la noche más estrellada que nos ha envuelto, en la que nos perdimos hasta conciliar el sueño.
Dudamos de cómo entrar a Perú y finalmente decidimos saltarnos Ecuador y hacerlo por el Amazonas. Queríamos vivir una experiencia diferente, auténtica y por eso volamos a Leticia. Esta ciudad colombiana hace frontera con Tabatinga en Brasil y Santa Rosa de Yavarí en Perú. La triple frontera se encuentra en mitad del río Amazonas y para la población local prácticamente no existe, ellos cruzan en barca de un lado a otro, compran en pesos colombianos, soles peruano o reales brasileños a la vez y hablan español y portugués como si nada. Nuestro adiós a Colombia y primer contacto con el pulmón del planeta fue de un valor cultural incalculable.
En el Amazonas había mucha desinformación y no sabíamos cómo íbamos a llegar de la triple frontera a Iquitos, donde habíamos quedado con cinco amigos que venían de visita a Perú. Los barcos rápidos estaban estropeados o completos y solo nos quedaba una opción si queríamos llegar a tiempo: la lancha. Se trataba de pasar 3 días en un carguero, durmiendo en hamaca y surcando el Amazonas a paso de tortuga. Después de la desesperación inicial empezamos a acostumbrarnos a las noches sobre tela y a la falta de espacio, ¡y hasta hicimos amigos! Las horas no pasaron tan lentas como pensábamos, no nos picaron los mosquitos y, de repente, había pasado el fin de semana y estábamos en Iquitos.
Llegamos a la ciudad más grande sin acceso terrestre. Lo primero que hicimos fue permitirnos un pequeño lujo: cenamos en un restaurante para gringos, con consumición mínima de 60 soles por persona, sobre una plataforma con piscina en medio del río y desde donde contemplamos un rosado atardecer. Pero no fue eso lo que más nos gustó de Iquitos. Al día siguiente nos aventuramos a entrar en el peligroso barrio de Belén, acompañados de un guía local. Descubrimos las casas flotantes y las marcas que deja el agua al subir y bajar año tras año. Nos impresionó cómo aprovechan lo mejor de cada época y viven felices en el Amazonas.